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EL PROBLEMA ESTRUCTURAL DE LAS PENSIONES EN ESPAÑA Y SUS MITOS

Claves para entender el colapso y desmontar los mitos que lo sostienen

1. Una bomba de relojería demográfica y fiscal

El sistema de pensiones español ha sido sistemáticamente presentado como uno de los pilares fundamentales del Estado del bienestar. Heredado de una época de bonanza demográfica y de crecimiento sostenido, el modelo actual se enfrenta a una tormenta perfecta: el envejecimiento acelerado de la población, la baja natalidad, la precariedad laboral y un diseño financiero insostenible a medio plazo causado por la incapacidad política de mirar hacia el largo plazo.

A pesar de las constantes reformas y promesas de los distintos gobiernos, la realidad es tozuda: las pensiones públicas tal y como las conocemos no son viables sin cambios estructurales profundos que la mayoría de la clase política se niega siquiera a plantear porque a priori no da votos, aunque todos sabemos que no hacerlo será un desastre económico de tal magnitud que no tendrá parangón.

2. El diseño del sistema: reparto, no capitalización

Aunque algunos no quieran entenderlo, España funciona bajo un sistema de reparto: los trabajadores en activo financian, a través de sus cotizaciones, las pensiones de los jubilados. Dicho de otro modo, un trabajador en activo no financia su futura pensión, sino la de los jubilados del momento.

Este modelo puede ser eficaz en contextos de crecimiento demográfico y expansión económica, pero se vuelve insostenible cuando el número de cotizantes disminuye o cuando los jubilados aumentan en número y esperanza de vida.

A diferencia de los sistemas de capitalización, donde cada trabajador acumula un fondo individual para su jubilación, el sistema de reparto depende de un delicado equilibrio intergeneracional. Ese equilibrio se ha roto. En los años ochenta, por cada pensionista había más de cuatro trabajadores cotizando; hoy, apenas supera los dos, y la tendencia apunta a que será inferior a 1,5 en las próximas décadas.

El sistema de reparto tiene además un componente político que lo vuelve especialmente vulnerable: las pensiones se convierten en un arma electoral, y la sostenibilidad a largo plazo se sacrifica en aras de la obtención de votos. Así, se aprueban revalorizaciones sin financiación real, se ignoran las advertencias técnicas y se omite el debate con la ilusión de que “algo pasará” que salvará el sistema.

3. Demografía y natalidad: el suicidio económico del que nadie habla

El principal motor del colapso –como todo el mundo sabe– es demográfico. España es uno de los países con menor tasa de natalidad de Europa (aproximadamente 1,2 hijos por mujer) y una de las mayores esperanzas de vida del mundo (más de 83 años). Esto significa que hay cada vez menos jóvenes que entran al mercado laboral y cada vez más personas que viven más años tras la jubilación.

Este fenómeno tiene consecuencias aritméticas evidentes: más pensionistas cobrando durante más tiempo y menos trabajadores cotizando para financiar ese gasto. Pero también tiene implicaciones culturales y políticas profundas: en una sociedad envejecida, los jubilados son una fuerza electoral decisiva, lo que empuja a los partidos a priorizar sus intereses sobre los de las generaciones futuras.

El problema no es solo cuantitativo. La pirámide demográfica invertida dificulta cualquier reforma, porque una parte cada vez mayor del electorado depende del statu quo.

Los intentos de alargar la edad de jubilación, reducir la tasa de sustitución o implantar sistemas de ahorro obligatorio tropiezan con la resistencia de quienes ya están dentro del sistema y no quieren ceder, incluso a costa de hipotecar el futuro de sus hijos y nietos (la deuda hoy es algo más del 102% del PIB).

4. Mercado laboral: con cotizantes de mala calidad, las pensiones son imposibles

A la deriva demográfica se suma una estructura laboral cada vez más frágil. El mercado de trabajo en España está marcado por altas tasas de paro estructural, temporalidad, bajos salarios y economía sumergida. Todo ello reduce de forma significativa la capacidad recaudatoria del sistema (y ya más no pueden exprimirnos), ya que no solo hay menos cotizantes, sino que cotizan menos.

Además, los cambios tecnológicos, el teletrabajo y la automatización plantean una transformación de fondo en la manera de trabajar. Las carreras profesionales son más discontinuas, con largos periodos de inactividad o empleo intermitente, lo que hace que muchos trabajadores no acumulen suficientes años de cotización o lo hagan con bases muy bajas. En este contexto, el mantra del último siglo “una pensión digna como derecho universal” se vuelve una ilusión cada vez más lejana.

El sistema tampoco premia adecuadamente el esfuerzo o el ahorro. El vínculo entre lo cotizado y lo recibido se ha debilitado, y en muchos casos las pensiones mínimas o no contributivas se acercan peligrosamente a las pensiones de quienes han cotizado durante décadas, desincentivando el esfuerzo laboral y generando una sensación creciente de injusticia.

5. Soluciones: reformas necesarias y tabúes políticos

Frente a esta situación, las soluciones posibles son limitadas, pero claras. Todas ellas implican costes políticos altos, por lo que han sido evitadas durante décadas por los distintos gobiernos. Sin embargo, no hacer nada es exactamente lo mismo que saber que vamos a impactar contra un iceberg y no cambiar el rumbo pese a ser posible hacerlo.

Algunas de las medidas urgentes serían:

1) Cambio de sistema: Transitar hacia un sistema mixto con capitalización individual, que permita a los trabajadores ahorrar una parte de su pensión futura en fondos gestionados, públicos o privados. Esto exige una transición gradual y bien diseñada.

2) Reforma paramétrica: Aumentar la edad de jubilación, reducir la tasa de sustitución, ampliar el periodo de cómputo de la pensión, vincular la prestación a la esperanza de vida y endurecer los requisitos de acceso. Estas reformas mejoran la sostenibilidad, pero tienen un límite.

3) Fomento de la natalidad: Una política de pensiones sostenible requiere una política demográfica seria. España necesita más nacimientos, no más sustitución poblacional. El envejecimiento de la población no puede corregirse exclusivamente mediante la entrada de inmigrantes, como algunos defienden, porque esto no soluciona los problemas estructurales del sistema y, además, genera tensiones adicionales en términos de integración cultural, gasto social y cohesión cívica. La inmigración desregulada y masiva puede aportar fuerza laboral a corto plazo, pero no garantiza cotizaciones estables, ni arraigo suficiente para sostener un modelo solidario intergeneracional. Por tanto, el núcleo de cualquier solución debe ser el fomento directo de la natalidad autóctona. Esto implica políticas activas de apoyo a la maternidad y la familia que no se limiten a campañas simbólicas, sino que tengan consecuencias fiscales y económicas reales.

La medida más evidente y eficaz sería bonificar el IRPF hasta una cuota cero por hijo. A más hijos, menos impuestos. Esto permitiría no solo un alivio inmediato para las familias jóvenes, sino también un mensaje político claro: el Estado no puede exigir más cotizantes si no recompensa a quienes los hacen posibles. Una sociedad que penaliza la maternidad y aplaude la dependencia fiscal no puede esperar resolver sus desequilibrios con parches migratorios o promesas electorales. La sostenibilidad empieza por el origen, no por la importación.

4) Concienciación ciudadana: La sociedad debe asumir que el sistema de pensiones no es un derecho mágico garantizado por el Estado, sino una prestación condicionada a la sostenibilidad del modelo. Es necesario un cambio cultural que valore el ahorro, la previsión y la responsabilidad intergeneracional.

6. El precio de no querer ver

El problema de las pensiones en España no es técnico, sino político y moral. No falta información, ni propuestas, ni capacidad de gestión. Falta voluntad de decir la verdad, de asumir el coste del cambio, de tratar a los ciudadanos como adultos y no como clientes electorales.

Mientras tanto, el sistema se sostiene sobre una ficción: que todo puede seguir igual mientras el número de jubilados aumenta, la población activa se reduce, los salarios son bajos y las pensiones se revalorizan automáticamente. Esa ficción no es sostenible, y cuanto más se prolongue, mayor será el drama que viviremos.

El verdadero debate no es cómo salvar las pensiones actuales, sino qué tipo de sociedad queremos construir: una que transfiera el coste de sus privilegios a las generaciones futuras, o una que asuma la responsabilidad de reformar a tiempo para preservar lo esencial. La libertad y la justicia intergeneracional no son compatibles con el inmovilismo.

España, por tanto, debe elegir entre seguir encadenada a un modelo ruinoso o reinventar su contrato social sobre bases nuevas, más libres, más responsables, más realistas. Las pensiones no deben ser una trampa generacional, sino una expresión de solidaridad entre ciudadanos libres, conscientes y capaces de pensar más allá del corto plazo.

7. Epílogo: los mitos de las pensiones

Y no puedo terminar sin hacer alusión a toda una serie de mitos y leyendas urbanas repetidos hasta la saciedad y que, evidentemente, son falsos:

   1) “He cotizado toda mi vida, tengo derecho a una pensión”

Este argumento parte de una ficción contable: el sistema de reparto no es un seguro, ni una cuenta individual. Las cotizaciones de cada trabajador no se guardan ni se capitalizan. Se utilizan para pagar a los pensionistas actuales. Por tanto, cotizar no genera un “derecho adquirido” automático, sino una expectativa política condicionada a la sostenibilidad del sistema y a las reformas futuras.

 2) “Si subimos las cotizaciones a los ricos, se solucionará el problema”

El sistema no se hunde por falta de ingresos, sino por una pirámide demográfica colapsada. Subir cotizaciones o topes máximos a altos salarios solo genera incentivos perversos: más economía sumergida, fuga de talento y desincentivación de la contratación. No hay suficiente “rico” para pagar tantas pensiones en una sociedad envejecida.

3) “La solución es traer más inmigrantes para que trabajen y coticen”

Este mito mezcla la lógica económica con una fe ciega en el relevo demográfico. Pero la mayoría de los inmigrantes que llegan a España ocupan trabajos precarios, de baja cotización, con alta rotación y, además, acabarán siendo también pensionistas. Es una solución a corto plazo que agrava el problema a largo.

4) “El Estado siempre garantizará las pensiones”

Posiblemente este sea el mito más surrealista: la confianza ilimitada en la solvencia del Estado. En realidad, el Estado no “garantiza” nada: si no hay cotizantes suficientes, solo puede endeudarse, subir impuestos o reducir prestaciones. No hay garantía mágica: hay límites materiales, políticos y financieros. La “garantía estatal” es simplemente una promesa sujeta a revisión por ley de presupuestos cada año.

 5) “El sistema se mantiene porque es solidario”

La solidaridad no consiste en imponer por ley que los jóvenes mantengan a los mayores, sino en que exista un equilibrio generacional justo. Hoy, ese equilibrio está roto. El sistema no es solidario: es regresivo e intergeneracionalmente injusto, porque transfiere rentas de jóvenes con salarios bajos a jubilados con pensiones crecientes, a menudo superiores a los sueldos actuales.

 6) “Si todos pagáramos lo que nos corresponde, no habría problema”

Este argumento reduce el problema a la evasión fiscal y el fraude, desviando la atención del verdadero drama: el colapso matemático del modelo. Aunque no existiera ningún fraude, la estructura actual seguiría siendo inviable. No es un problema de voluntad fiscal, sino de estructura demográfica y diseño del sistema.

7) “Si no pagáramos esos sueldos a los políticos, se asegurarían las pensiones”

Este mito parte de una intuición legítima: la indignación ante el despilfarro político. Sin embargo, aunque los sueldos de los políticos son en muchos casos –para lo que hacen– sencillamente prescindibles, su peso presupuestario es residual en comparación con el gasto en pensiones.

Ejemplo: incluso sumando los salarios de diputados, senadores, ministros, altos cargos, asesores y presidentes autonómicos –una estructura política sobredimensionada–, el coste total podría estimarse en 3.000 a 4.000 millones de euros anuales (y, si quieres, incluso duplica o triplícalo). En cambio, el gasto en pensiones en 2024 ha rozado los 200.000 millones de euros y no deja de crecer. Esto significa que, aunque elimináramos todos los sueldos políticos del país, no se cubriría ni una semana del pago de pensiones.

La crítica a la casta es legítima, pero utilizarla como coartada para no afrontar el problema real del sistema de pensiones es populismo numérico, simplemente indignación con razón, pero sin solución. Las pensiones no se garantizan bajando sueldos a políticos, sino reformando de raíz un modelo insostenible.

Conclusión

Mientras se mantengan vivos estos mitos, no habrá un debate real sobre las pensiones. Solo con realismo se podrá evitar lo inevitable: la quiebra moral y financiera de un modelo que vive de engañar a quienes más confían en él.

Luis de las Heras Vives

 

 

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