INTELECTUALES DESNUDOS

La inteligencia artificial no humilla al que piensa, sino al que sólo fingía hacerlo

La gran disonancia: cuando la inteligencia artificial redacta mejor que la inteligencia académica

Durante siglos, la escritura ha sido el instrumento principal con el que el pensamiento se expresaba, se legitimaba y se imponía. En el ámbito académico, esa tradición convirtió la redacción en una especie de ritual sacralizado: escribir bien era sinónimo de pensar bien. Se asumía que la erudición debía traducirse en frases complejas, párrafos largos y un estilo que evocara altura intelectual, aunque muchas veces resultara confuso o innecesariamente denso. En torno a ese ideal se construyó un mito: el de la superioridad intelectual del académico. Pero ese mito, como tantos otros, no ha resistido el paso del tiempo.

Hoy, la inteligencia artificial escribe, y lo hace, en la mayoría de los casos, mejor que quienes han hecho de la escritura su oficio. ¿Y qué significa “mejor”? Significa más claro, más ordenado, más directo, más eficaz. Significa entender que el texto no es un templo, sino una herramienta. Frente a la tendencia académica a oscurecer con tecnicismos o jergas innecesarias, la IA ordena, depura y transmite el contenido con una economía de medios y una elegancia funcional que, irónicamente, muchos docentes no logran después de una vida. El lenguaje, que debía comunicar, se ha convertido para demasiados intelectuales en una forma de ocultamiento de sus miserias o, peor, de afirmación de estatus.

La disonancia es brutal: mientras algunos académicos aún se debaten entre citas redundantes, notas al pie ornamentales y frases subordinadas ininteligibles, los sistemas de lenguaje artificiales ya redactan con una claridad que invita a comprender en lugar de deslumbrar. La IA no improvisa ni se pierde en divagaciones; estructura con lógica, jerarquiza ideas, pule el tono según el destinatario y evita los vicios estilísticos.

Negar que esta tecnología escribe mejor que la mayoría de las personas es aferrarse a un orgullo vacío. La revolución ya no está en redactar con belleza barroca, sino en pensar con profundidad y dejar que una herramienta más precisa —y cada vez más sofisticada— se encargue de dar forma al pensamiento. La pregunta no es si la IA escribe mejor. La pregunta es por qué tantos insisten en seguir escribiendo peor.

El nuevo pacto: el académico piensa, la IA escribe

El verdadero salto de época no es tecnológico, sino epistemológico. Me parece indudable que hasta hace poco, la escritura era un proceso ineludible: el académico investigaba, pensaba (o pensaba e investigaba) y escribía. Todo ese trayecto era visto como una unidad inseparable, donde delegar la redacción suponía renunciar al mérito. Hoy, sin embargo, ese vínculo se ha transformado. La inteligencia artificial permite disociar el pensamiento del acto mecánico de escribir, sin perder precisión ni profundidad. Y hacerlo no es una trampa: es una evolución.

Delegar la redacción en una IA no es fraude intelectual, como muchos temen, sino una forma de recuperar la esencia de la tarea académica: pensar. Pensar con más tiempo, con más foco, con menos desgaste en la forma y más energía dedicada al fondo. El redactor artificial no sustituye al investigador, sino que lo libera de una carga improductiva. El texto ya no tiene por qué ser un obstáculo o una muralla: puede ser un canal rápido, pulido, funcional. Y el resultado —bien guiado— suele ser mejor que el que muchos académicos logran por sí solos.

La escritura, entendida como herramienta, no exige un culto. No es lo que define la altura de una idea, sino lo que la transporta. Convertir el estilo en pedestal intelectual es una trampa narcisista que ha bloqueado durante décadas el acceso del pensamiento riguroso a públicos más amplios. En cambio, la IA permite que lo importante —la idea, el análisis, la perspectiva— llegue con claridad, sin retórica superflua ni vanidad.

El impacto en la productividad es inmediato. Lo que antes requería semanas de redacción, revisión y pulido, ahora puede resolverse en horas. La claridad se impone, la estructura se optimiza, y el tiempo se recupera para lo que realmente importa: pensar, o, incluso, pensar mejor. La IA, lejos de ser una amenaza para el verdadero académico, es su mejor asistente. Pero para que ese pacto funcione, hace falta humildad: reconocer que escribir no es un privilegio reservado, sino una labor delegable si se hace bien. Y la IA lo hace, muchas veces, mejor.

Un cambio de era que aún no entienden muchas universidades

Las universidades, que deberían ser laboratorios de futuro, se han convertido en muchos casos en trincheras del pasado. Ante el avance de la inteligencia artificial, su reacción dominante ha sido una mezcla de miedo, ignorancia y fatal arrogancia. Miedo, porque perciben una amenaza a su autoridad. Ignorancia, porque muchos aún no comprenden el alcance real de estas herramientas. Y arrogancia porque siguen creyéndose inmunes al cambio, como si el conocimiento tuviera que vestirse siempre con las mismas formas.

En lugar de integrar la IA como un recurso cotidiano, muchas instituciones la demonizan o la prohíben, como si su uso deslegitimara el trabajo académico. Pero esa postura no solo es errónea: es insostenible. El asistente perfecto ya existe. No duerme, no se cansa, no cobra salario. Redacta con precisión, resume, reorganiza ideas, corrige el estilo, y puede hacerlo en decenas de idiomas y registros. No sustituye al académico, pero sí hace su trabajo más eficiente, más claro, más abierto.

Las universidades que no comprendan esto quedarán ancladas en una forma obsoleta de enseñar y producir conocimiento. Porque el futuro de la investigación no se basa en competir con la máquina, sino en colaborar con ella. El investigador que incorpora la IA como herramienta de trabajo no pierde autenticidad, gana potencia. Es capaz de generar más ideas, comunicarlas mejor y llegar más lejos. El verdadero valor ya no está en escribir, sino en tener algo valioso que decir. Lo demás, como todo en la historia del progreso, puede —y debe— delegarse. Y cuanto antes lo asuma la universidad, antes dejará de parecer una reliquia.

Por qué algunos intelectuales odian la IA

La hostilidad de muchos intelectuales hacia la inteligencia artificial no se explica por razones técnicas, sino por una herida narcisista.

La IA no solo escribe bien: lo hace sin vanidad, sin titubeos, sin necesidad de reconocimiento. Para quien ha edificado su identidad en torno al dominio del lenguaje y la supuesta complejidad de sus ideas, descubrir que una máquina redacta con más claridad, más estructura y más eficacia que él mismo resulta insoportable.

La inteligencia artificial desmitifica al maestro. Demuestra que buena parte de la producción académica era confusa no por profundidad, sino por descuido o artificio. Que muchos textos eran densos no por complejidad conceptual, sino por falta de precisión o pura incompetencia. Y que detrás de cierta jerga se escondía, en ocasiones, vacío. La IA no humilla al buen pensador, pero sí deja en evidencia a quien se escudaba en la forma para ocultar la falta de fondo.

Hay también un temor más profundo: el de perder el monopolio de la palabra. Si escribir deja de ser un privilegio reservado a unos pocos, el conocimiento se democratiza, se acelera, se libera. Lo que antes se protegía con códigos oscuros y ritos formales, ahora puede fluir en lenguaje comprensible, directo, accesible. Y eso, para una casta que se ha definido por su exclusividad, es una amenaza real.

Pero el rechazo visceral no cambiará la realidad. La IA no ha venido a sustituir al pensamiento, sino a forzarlo a ser mejor. A obligar al intelectual a pensar con más rigor, porque ya no basta con aparentar. A concentrarse en el fondo, porque la forma ya no le pertenece en exclusiva. Y tal vez, si se atreve a mirar sin prejuicios, el intelectual que hoy odia la IA descubra que no ha perdido poder: ha ganado libertad. Aunque, me temo, que esto desnudará a muchos y, sobre todo, paulatinamente perderán su escudo: ese lenguaje artificioso con el que disfrazaban carencias, ese academicismo opaco que les garantizaba la autoridad de colocar a unos sí y a otros no. Porque cuando la forma ya no impresiona, el contenido debe sostenerse solo. Y ahí es donde muchos caerán. No por culpa de la IA, sino por haber confundido durante demasiado tiempo escribir con pensar; por confundir la tiranía con la libertad.

Luis de las Heras Vives

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