LO ÓPTIMO ES ENEMIGO DE LO BUENO

Hazlo bien, no perfecto. Hazlo ya

Vivimos en una época obsesionada con el éxito. Cada decisión debe ser la mejor posible, cada proyecto el mejor; y si no lo conseguimos, entonces es un fracaso. Todo o nada. En este contexto, la antigua máxima atribuida a Voltaire (“lo perfecto es enemigo de lo bueno”), reformulada hoy como “lo óptimo es enemigo de lo bueno”, resuena con una vigencia inquietante.

Esta advertencia filosófica encierra una paradoja reveladora: la búsqueda del ideal puede convertirse en el mayor obstáculo para lograr avances reales. En otras palabras, exigir lo óptimo puede impedirnos actuar, avanzar o incluso terminar tareas necesarias conduciéndonos a la procrastinación.

El mito de la perfección

Actualmente confundimos muchas veces lo perfecto con lo necesario. La lógica del máximo rendimiento, la búsqueda de la optimización constante y la mejora permanente ha colonizado nuestras vidas. Pero aspirar siempre a lo óptimo puede convertirse en una forma de parálisis. En nombre de la perfección, se aplazan decisiones, se rechazan soluciones aceptables y se impide toda forma de avanzar. ¿Cuántas veces hemos dejado de actuar esperando algo mejor?

El mito del “mejor momento” o de la “mejor idea” ha arruinado más proyectos que el error. Esperar a tener más información, más recursos, más seguridad… a menudo significa no empezar nunca. Así, lo óptimo se vuelve un espejismo: un horizonte que se aleja a medida que uno camina hacia él.

El coste de la inacción

El perfeccionismo no solo es una trampa del pensamiento, sino también una autocoartada para no actuar. Se disfraza de exigencia, de profesionalismo o de rigor, cuando en realidad muchas veces encubre inseguridad, miedo o indecisión.

Bajo el lema “aún no está listo”, se esconden miles de ideas que nunca verán la luz, decisiones que nunca se tomarán y proyectos que nunca nacerán. En la vida cotidiana, esto se manifiesta de forma constante: personas que no escriben porque temen no alcanzar un estilo brillante; emprendedores que no lanzan su idea porque no tienen el modelo “perfecto”; individuos que no se atreven a actuar porque aún “no es el momento”. Pero el tiempo pasa, y con él, las oportunidades. Y lo que iba a ser una espera prudente se convierte, poco a poco, en una renuncia silenciosa. No hacer nada por miedo a hacerlo mal no es precaución, es parálisis. Y esa inacción, a largo plazo, se convierte en una forma de fracaso.

Lo bueno tiene una virtud que siempre olvidamos: que es realizable. Puede llevarse a cabo con los medios disponibles, en el tiempo presente, y con los recursos reales que uno tiene a mano. Un texto publicado, aunque no sea una obra maestra, puede remover conciencias. Una ley modesta, pero bien redactada y ejecutada, puede mejorar la vida de miles de personas más que una gran reforma que nunca llega. Un puente estéticamente aberrante, pero funcional, hace transitable lo que antes no lo era. La acción imperfecta es más transformadora que la intención impecable; y, sobre todo, más revolucionaria porque existe. Modifica el entorno, produce efectos, inicia dinámicas. La intención impecable, en cambio, solo vive en la mente. Y por muy brillante que sea, no cambia nada mientras no se traduzca en hechos.

Actuar con lo que se tiene, aunque no sea perfecto, es una forma de valentía. Y en un mundo que espera demasiado, quien se atreve a empezar ya va por delante.

La ética de lo suficiente

El elogio de lo bueno no es una apología de la mediocridad, sino un reconocimiento de los límites humanos. Ni somos dioses, ni máquinas. Somos seres finitos: con días que solo tienen 24 horas, con cuerpos que se cansan y con mentes que dudan. Exigirnos perfección continua no es solo injusto, es contraproducente. En muchos casos, alcanzar lo “suficientemente bueno” no es un fracaso, sino un acto de madurez: implica haber sopesado opciones, asumido límites y priorizado lo esencial. Y en contextos de urgencia, escasez o conflicto, lo suficiente no solo es lo realista, sino lo éticamente responsable.

El problema surge cuando se absolutiza lo ideal. Se cae en lo que podríamos llamar la tiranía de lo perfecto: esa lógica que rechaza toda mejora si no es total, toda solución si no es definitiva, toda respuesta si no es brillante. Pero la realidad no se rige por absolutos. Gobernar, educar, construir, liderar… son tareas que se desarrollan en el barro, no en el mármol. La ética de lo bueno nos recuerda que avanzar, aunque sea con pasos torpes, es mejor que quedarse inmóvil soñando con zancadas imposibles.

Distinguir lo bueno de lo óptimo exige también humildad, pues obliga a aceptar que nuestros actos no cerrarán todos los debates, que nuestras soluciones no contentarán a todos ni resolverán todo. Pero esa humildad no paraliza, sino que orienta. Nos invita a pensar estratégicamente, a actuar con sentido del momento y del margen posible. A veces, una mejora del 30 %, y no del 100 %, es una revolución en términos reales. En política, en la empresa, en lo personal, los grandes giros no siempre llegan con espectáculo, sino con decisiones prácticas, valientes y conscientes de su propia imperfección.

Esta ética de lo suficiente no renuncia al ideal, pero lo subordina al hecho. Reconoce que el mundo no cambia por ideas puras, sino por actos concretos. No desprecia la excelencia, pero sabe que la excelencia no suele ser el punto de partida, sino el fruto de una cadena de mejoras imperfectas. Por eso, en lugar de idolatrar lo inalcanzable, hay que apostar por cultivar lo posible.

Elegir lo bueno para no ceder al mal

Cuando lo óptimo se convierte en la única medida aceptable, lo bueno se vuelve indigno. Y cuando lo bueno se desecha, lo que queda es la inercia o la resignación. Frente a ello, “lo óptimo es enemigo de lo bueno” no es una invitación al conformismo, sino un llamado a actuar con lo que se tiene. No se trata de renunciar a la excelencia, sino de recordar que muchas veces, perseguirla a toda costa significa no llegar a nada.

 Luis de las Heras Vives

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