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¿TIENE SOLUCIÓN EL “DERECHO A LA VIVIENDA” EN ESPAÑA?
España no tiene un problema de vivienda, tiene un problema de libertad
La narrativa predominante de los medios de comunicación es atribuir esta crisis al “mercado”, culpando a la especulación, a la falta de intervención pública y/o a la "voracidad" de los propietarios. Sin embargo, esta interpretación ignora un dato crucial: los sectores de la economía más intervenidos por el Estado son, paradójicamente, aquellos donde más escasez y distorsiones e ineficiencia se producen (por ejemplo, el sector del agua, electricidad, medicamentos, sanidad, etc.).
La escasez de vivienda hoy no es una fatalidad natural ni un capricho del mercado, sencillamente es el resultado directo de decisiones políticas. No hay una mano invisible que impida comprar o alquilar; hay una mano visible, revestida de legalidad, que lo obstaculiza sistemáticamente.
El Estado español actual, en nombre de la planificación, la equidad o la sostenibilidad, ha intervenido el mercado inmobiliario hasta convertirlo en un espacio distorsionado donde la libertad está subordinada a la burocracia y el interés privado es permanentemente saboteado por razones políticas.
I. EL DIAGNÓSTICO
La escasez artificial de vivienda surge principalmente por tres mecanismos de intervención estatal: el monopolio del suelo urbanizable, la hiperregulación constructiva y la penalización fiscal y jurídica de los propietarios.
Estos tres factores, combinados, generan un entorno donde construir es lento, incierto y costoso; alquilar muchas veces un suicidio para la salud mental; y poseer una vivienda es más una carga que un derecho. El resultado es el bloqueo sistemático de la oferta en un mercado donde la demanda es creciente.
1. El monopolio del suelo: el urbanismo como instrumento de poder
El urbanismo actual está secuestrado por el control político mediante el cual las administraciones locales deciden arbitrariamente qué suelo puede ser urbanizado y cuál no. Esta “planificación”, por tanto, restringe artificialmente la oferta de suelo edificable, incrementando el precio del metro cuadrado sin relación con su coste real.
A menudo, se justifica en nombre del medio ambiente, la cohesión territorial o la lucha contra la especulación, cuando en realidad responde a intereses clientelares, corrupción urbanística o ideología antiliberal.
La lógica es bien simple: si un terreno es tuyo, deberías poder construir en él, salvo que se demuestre que ello daña a terceros de forma objetiva. Sin embargo, el régimen actual invierte la carga de la prueba: todo suelo es no urbanizable salvo que el Estado diga lo contrario. Así, se establece un poder de veto absoluto de la administración, que decide qué puede hacerse y qué no, sin rendir cuentas por las consecuencias económicas y sociales de sus decisiones.
2. Hiperregulación: construir caro para impedir construir
Incluso en los casos en que el suelo es urbanizable, la edificación se ve sometida a una burocracia esquizofrénica que encarece, ralentiza y desincentiva la actividad promotora. Exigencias de eficiencia energética, plazas de aparcamiento obligatorias, porcentajes de vivienda protegida, barreras arquitectónicas, normas de diseño estético, limitaciones de altura o densidad poblacional, etc. Todo ello configura un marco en el que la vivienda deja de ser un bien al alcance de la clase media para convertirse en un objeto de lujo.
La lógica subyacente no es técnica, sino ideológica: el Estado desconfía del individuo y pretende moldear su forma de habitar, vivir y consumir. La casa deja de ser una extensión de la libertad personal para convertirse en una pieza del puzle urbano que el burócrata quiere imponer.
Esta hipertrofia regulatoria impide construir soluciones habitacionales sencillas, modulares, económicas o creativas. Así se destruye la capacidad adaptativa del mercado y se margina a los ciudadanos cuya única falta es no poder pagar una vivienda “reglamentaria”.
3. Penalización fiscal y jurídica: el castigo al propietario
Comprar una vivienda conlleva una batería de impuestos: IVA o ITP, AJD, plusvalía municipal, IBI, gastos notariales y registro, etc.
Alquilarla implica asumir riesgos de impago, ocupación ilegal, procesos judiciales interminables y crecientes obligaciones normativas. Y venderla activa nuevas tasas, inspecciones y gravámenes. En consecuencia, se penaliza la posesión legítima de vivienda como si fuera un privilegio “sospechoso”, y se trata al propietario como un enemigo a vigilar. Este marco hostil genera un efecto devastador: miles de propietarios prefieren mantener su vivienda vacía antes que arriesgarse a un proceso judicial de desahucio, o ver cómo el Estado fija por decreto el precio del alquiler. Esta retirada de oferta no es una especulación egoísta, sino una defensa racional ante un entorno legal impredecible y confiscatorio. Es el reflejo de una verdad política: cuando el poder no garantiza la propiedad, la sociedad se retrae.
II. SOLUCIONES
1. Liberalización del suelo: urbanizar como derecho, no como concesión
En el modelo actual ya hemos dicho que todo suelo es considerado "no urbanizable" por defecto, salvo que la administración decida lo contrario. Este principio convierte el desarrollo urbano en un proceso centralizado y discrecional, donde la escasez de suelo es una construcción política deliberada.
Esta lógica debe invertirse: todo suelo debe ser urbanizable salvo que haya una razón objetiva y demostrada para impedirlo, como riesgos medioambientales reales (y no el ecofanatismo) o afecciones a derechos de terceros.
El suelo no es un bien escaso por naturaleza, sino por reglamento. Devolver el control del uso del suelo a sus propietarios supone abrir el mercado, romper los oligopolios de terreno urbanizable, y multiplicar la oferta de espacios donde edificar. En lugar de una planificación desde arriba, se trata de permitir una urbanización espontánea, descentralizada y plural. Donde hoy hay trámites, permisos y arbitrariedad, debe haber libertad, responsabilidad y derecho.
2. Desregulación constructiva: construye casi como quieras
Si la construcción de vivienda está hoy sometida a exigencias técnicas, medioambientales, estéticas y sociales que encarecen cada metro cuadrado sin mejorar necesariamente la calidad de vida. Normas sobre eficiencia energética, cuotas obligatorias de VPO, requisitos de accesibilidad universal, aparcamientos mínimos, techos verdes o estándares estéticos han transformado el acto de construir en una carrera de obstáculos ideológicos.
La sensatez exige volver a lo básico: seguridad, salubridad y libertad.
Los promotores deben poder construir viviendas adaptadas a distintas realidades económicas, sin estar forzados a cumplir estándares pensados para un comprador idealizado por el legislador.
La innovación, la modularidad, la industrialización de la edificación o las soluciones de bajo coste deben dejar de ser vistas como amenazas, y pasar a considerarse parte legítima del ecosistema habitacional.
3. Seguridad jurídica y libertad contractual: rescatar el derecho de propiedad
El Estado, al intervenir en los contratos de alquiler, ha erosionado la seguridad jurídica de los propietarios. La imposibilidad de desalojar con rapidez a un inquiokupa, las prórrogas forzosas de los contratos, la imposición de precios máximos y las crecientes ocurrencias normativas han hecho del alquiler una actividad de alto riesgo.
La propiedad debe ser inviolable y los contratos libremente firmados deben hacerse cumplir en sus propios términos con inmediatez.
La solución no pasa por socializar la vivienda ni por criminalizar al arrendador, sino por devolver a las partes la capacidad de pactar lo que deseen: duración del contrato, precio, garantías, condiciones de rescisión. En un entorno de respeto contractual, aumenta la oferta, se profesionaliza el alquiler y se estabilizan los precios por vía de la competencia, no de la coacción.
4. Competencia plena: abrir el mercado a nuevos actores
El acceso a la vivienda no depende solo de la cantidad de suelo disponible, sino también de quién puede operar en el sector. Hoy, los altos costes de entrada, las exigencias técnicas y los plazos administrativos favorecen a grandes promotoras o fondos institucionales, mientras excluyen a pequeñas empresas, cooperativas o inversores particulares.
La política del sentido común debe eliminar esas barreras artificiales y permitir que múltiples actores compitan en igualdad de condiciones. Esto incluye la facilitación de proyectos cooperativos, la reducción de costes iniciales, la agilización de trámites y la digitalización del proceso constructivo. Cuanto más plural sea la oferta, más eficiente y asequible será la respuesta a la demanda. El Estado no debe promover “vivienda social”, sino dejar de impedir que el mercado social construya viviendas.
5. Supresión total de impuestos: la vivienda no debe financiar al Estado, sino servir al ciudadano
La vivienda es un bien de primera necesidad, no un artículo de lujo. Sin embargo, el Estado la trata fiscalmente como si lo fuera, cargándola con una batería de impuestos que encarecen su acceso, distorsionan su precio y penalizan a quienes construyen, compran, poseen o transmiten una vivienda.
No basta con pedir una simplificación fiscal: es necesaria su supresión total. Ni el IVA, ni el ITP, ni el IBI, ni la plusvalía municipal, ni el AJD, ni las tasas de registro o notaría obligatoria deberían aplicarse a la vivienda. Ningún impuesto debe gravar un bien tan esecial como la vivienda.
Cada euro que el Estado recauda en una operación inmobiliaria es un euro que no se destina a construir, a rehabilitar o a facilitar el acceso a un hogar.
La recaudación fiscal sobre la vivienda es, en realidad, una expropiación parcial del esfuerzo de quienes generan valor: promotores, compradores o propietarios.
Se trata de una transferencia de recursos desde la economía real hacia un aparato estatal que no edifica casas, pero sí interfiere en cada paso de su existencia jurídica.
Eliminar completamente los impuestos sobre la vivienda tendría múltiples efectos positivos:
1) Reduciría automáticamente entre un 20 y un 30% el precio final de una vivienda nueva o de segunda mano, sin necesidad de subsidios.
2) Facilitaría la movilidad residencial, al abaratar las transmisiones y eliminar las barreras a la compraventa.
3) Liberaría recursos para el ahorro o la inversión, permitiendo a más ciudadanos acceder a su primera vivienda sin hipotecarse de por vida.
4) Activaría el mercado de alquiler, al eliminar el castigo fiscal que sufren los propietarios por ejercer su derecho a arrendar.
Un Estado que se financia gravando la vivienda es un Estado que vive a costa de las aspiraciones legítimas de sus ciudadanos. En lugar de facilitar el derecho a un hogar, lo convierte en una fuente de renta pública.
La vivienda no es una mercancía de lujo, ni un privilegio a fiscalizar: es una extensión material de la libertad individual, y como tal, debe estar exenta de toda carga impuesta por la fuerza. En consecuencia, la solución no pasa ni siquiera por ajustar la presión fiscal, sino abolirla por completo en lo que respecta a la vivienda.
Luis de las Heras Vives
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